El odio a la música
El odio a la música es un libro escrito por el filósofo y músico francés Pascal Quignard en el que hace una reflexión sobre la música y el ruido a través de diferentes textos literarios y filosóficos. El libro está compuesto por diez tratados que, haciendo un uso predominante del aforismo, indaga conceptos musicales o sonoros vinculados a otros temas como el miedo, la infancia, el cuerpo, los mitos y el lenguaje.
Algunos fragmentos de El odio a la música:
La música está ligada de manera originaría al tema del “tabique sonoro”. Los cuentos más arcaicos recurren al tema de aguzar el oído, de la confidencia sorpresa -allende la tapicería en los castillos de Dinamarca, allende la muralla en Roma o en Lidia, allende la empalizada en Egipto. Es posible que escuchar música consista menos en desviar la mente del sufrimiento sonoro que en esforzarse por refundar la alerta animal. La característica de la armonía es resucitar la curiosidad sonora, extinta desde que el lenguaje articulado y semántico se propaga en nosotros.
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En los instantes menos habituales, podríamos definir la música: algo menos sonoro que lo sonoro. Algo que liga lo ruidoso. (Para decirlo de otra manera: una brizna de sonoro, ligada. Una brizna de sonoro cuya nostalgia pretende morar en lo inteligible. O este monstrum más simple: un trozo de sonoro semántico desprovisto de significado).
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Lo que constituye el pavor y el terror en los recuerdos es que la infancia es irreparable, y que lo en ella hay de irreparable fue la parte amplificadora, fogosa y constructiva. Solo podemos remover estos depósitos “semánticos sin significaciones”, estos semas asemas. Solo podemos hacerlos aullar como cuando estiramos las heridas para examinar su estado. Como cuando arrancamos a los labios rojizos de las heridas hilos que infectan y que pudren.
La cicatriz de la infancia, así como la de aquello que la precedió y se expande en el sonido nocturno, será el electroencefalograma plano.
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En el seno de la naturaleza los lenguajes humanos son los únicos sonidos pretenciosos. (En la naturaleza son los únicos sonidos que pretenden dar sentido a este mundo. Son los únicos sonidos que tienen la arrogancia de intentar devolver un sentido a quienes los producen.
Martilleo de los pies que hace sonar la tierra: expavescentia, expavantatio; sonido de hombres pisoteando la tierra sin pausa, huyendo, aterrorizados, de la proximidad al lugar. La proximidad al lugar, antes del neolítico, fue el abismo.)
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Hay un viejo verbo francés que dice ese tamborileo de la obsesión. Que designa ese grupo de sones asemánticos que turban el pensamiento racional al interior del cráneo y al hacerlo despiertan una memoria no lingüística. Tarabust, más que melodía, es quizá la palabra que hay que proponer. De Tarabustis hay testimonio después de Chrétien de Troyes, en el siglo catorce. Quelque chose me tarabuste. Algo me tarabusta.
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Busco el tarabustante sonoro anterior al lenguaje.
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Tarabust es un vocablo inestable. Dos mundos distintos se cruzan en él, atrayéndolo, y de inmediato lo dividen según dos procesos de derivación morfológica que son, uno y otro, demasiado verosímiles para que el filólogo esté en condiciones de decidir. El mismo vocablo tarabust se querella entre el grupo de lo que machaca y el grupo de lo que tamborilea. Entre el grupo rabasta (el ruido de querella, el grupo machacón) y el grupo tabustar (golpear, talabussare, tamburare, la familia de los resonadores, de los tambores). O coitos humanos vociferantes. O percusión de objetos huecos. La obsesión sonora no logra separar, en lo que oye, aquello que anhela oír sin pausa de lo que no puede haber oído. Un ruido incomprensible y que machaca. Un ruido que no sabíamos si era querella o tamborileo, jadeo o golpes. Era muy rítmico. Venimos de aquel ruido. Es nuestra semilla.
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La séptima puede ser tocada en las cuerdas -en los arcos- y en los vientos -en las flautas-. Jamás se la escucha en el clavecín o en el piano. Pero la oyen quienes leen en silencio las obras escritas para teclado. Y sin embargo el auditor cree oír aquello que no suena. Sólo con el ojo “oímos” las sensibles. Elevamos un poco, para el oído del ojo, lo que la tecla no puede producir. Incluso para las cuerdas, Johann Sebastian Bach gustaba anotar en la partitura redondas y blancas ligadas a dos cuerdas de distancia, sólo audibles mediante la vista.
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A diferencia de los párpados, que se cierran para suspender la visión y que es posible abrir para restablecerla, el pabellón de las orejas no se pliega sobre sí mismo para interrumpir la audición. Plutarco escribe: “Se dice que la physis, al dotarnos de dos orejas y una lengua, proyectó obligarnos a hablar menos y oír mejor”. La physis “oyó” el silencio antes de hacer, con animales, algunos hombres. Tenemos una oreja más que lengua tiene la boca. Plutarco escribió por fin, de manera misteriosa, que las orejas son comparables a jarrones desportillados.
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Presento la conjetura propia de este breve tratado en la forma siguiente: esas cavernas no son santuarios de imágenes. Sostengo que las grutas paleolíticas son instrumentos de música cuyas paredes fueron decoradas. Son resonadores nocturnos que fueron pintados de un modo nada panorámico: se los pintó en lo invisible. Son cámaras de eco, y el eco determinó la elección de las paredes decoradas. El eco es el lugar del doble sonoro (del mismo modo que la máscara es el lugar del doble visible: máscaras de bisonte, máscaras de ciervo, máscaras de ave de presa de pico curvo, maniquí del hombre-bisonte). El hombre-ciervo representado al fondo del agujero sin salida de la gruta de Trois-Fréres sostiene un arco. No distinguiré el arma de caza de la primera lira, así como tampoco distinguí a Apolo arquero de Apolo citarista.
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La música no es un canto específico de la especie Homo. El canto específico de las sociedades humanas es su lengua. La música es una imitación de los lenguajes enseñados por las presas en el momento de la reproducción del canto de las presas a la hora de su reproducción. Son conciertos de natura. La música incita a mugir, a rebuznar, a bramidar. Relincha. Retira del vientre del chamán al animal ausente que el cuerpo mima y que la piel y la máscara muestran. La danza es una imagen. Así como la pintura es un canto. Los simulacros simulan. Un rito repite una nustaphora (un viaje). En la Grecia moderna, los camiones de mudanza llevan inscrita al costado la palabra METAPHORA. Un mito es la imagen danzada del rito mismo, del cual se espera ejerza atracción sobre el mundo.